DeDulce Maria
Lopez Vega para: Pacto nacional por la vida, la libertad y los derechos de las mujeres.
OPINIÓN
Domingo 11 octubre 1998 - Nº 891
El Congreso de los Diputados, en España, ha rechazado por un voto una
ampliación de la ley del aborto que hubiera añadido, a las tres causales ya
legitimadas para la interrupción del embarazo (violación, malformación del feto
o peligro para la salud de la madre) un cuarto supuesto, social o psicológico,
semejante al que, con excepción de Irlanda y Portugal, admiten todos los países
de la Unión Europea,
cuyas legislaciones, con variantes mínimas, permiten el aborto voluntario
dentro de los tres primeros meses de gestación.
El resultado de la votación fue una gran victoria de la Iglesia Católica,
que se movilizó en todos los frentes para impedir la aprobación de esta ley.
Hubo un tremebundo documento de la Conferencia Episcopal
titulado
Licencia aún más amplia para matar a los hijos que fue leído
por veinte mil párrocos durante la misa, rogativas, procesiones, mítines y
lluvia de cartas y llamadas a los parlamentarios (campaña que resultó eficaz,
pues cuatro de ellos, cediendo a la presión, cambiaron su voto).
Muchos intelectuales católicos, encabezados por Julián Marías -para quien la
aceptación social del aborto es una de las peores tragedias de este siglo-,
intervinieron en el debate, reiterando la tesis vaticana según la cual el
aborto es un crimen perpetrado contra un ser indefenso, y, por lo mismo, una
salvajada intolerable no sólo desde el punto de vista de la fe, también de la
moral, la civilización y los derechos humanos.
Está dentro de los usos de la democracia que los ciudadanos se alisten en acciones
cívicas en defensa de sus convicciones, y es natural que los católicos
españoles lo hayan hecho con tanta beligerancia, en un tema que afecta sus
creencias de manera tan íntima. En cambio, quienes estaban a favor del cuarto
supuesto -en teoría, la mitad de la ciudadanía- permanecieron callados o se
manifestaron con extraordinaria timidez en el debate, trasluciendo de este modo
una inconsciente incomodidad.
También es natural que sea así. Ocurre que el aborto no es una acción
que entusiasme ni satisfaga a nadie, empezando por las mujeres que se ven
obligadas a recurrir a él. Para ellas, y para todos quienes creemos que su
despenalización es justa, y que han hecho bien las democracias occidentales
-del Reino Unido a Italia, de Francia a Suecia, de Alemania a Holanda, de
Estados Unidos a Suiza- en reconocerlo así, se trata de un recurso extremo e
ingrato, al que hay que resignarse como a un mal menor.
La falacia mayor de los argumentos antiabortistas, es que se esgrimen como
si el aborto no existiera y sólo fuera a existir a partir del momento en que la
ley lo apruebe. Confunden despenalización con incitación o promoción del aborto
y, por eso, lucen esa excelente buena conciencia de "defensores del
derecho a la vida".
La realidad, sin embargo, es que el aborto existe desde tiempos
inmemoriales, tanto en los países que lo admiten como en los que lo prohíben, y
que
va a seguir practicándose de todas maneras, con total
prescindencia de que la ley lo tolere o no. Despenalizar el aborto significa,
simplemente, permitir que las mujeres que no pueden o no quieren dar a luz,
puedan interrumpir su embarazo dentro de ciertas condiciones elementales de
seguridad y según ciertos requisitos, o lo hagan, como ocurre en
todos
los países del mundo que penalizan el aborto, de manera informal, precaria,
riesgosa para su salud y, además, puedan ser incriminadas por ello.
Significa, también, reducir la discriminación que, de hecho, existe en
este dominio. Donde está prohibido el aborto, la prohibición sólo tiene algún
efecto en las mujeres pobres. Las otras, lo tienen a su alcance cuantas veces
lo requieran, pagando las clínicas y los médicos privados que lo practican con
la discreción debida, o viajando al extranjero. Las mujeres de escasos
recursos, en cambio, se ven obligadas a recurrir a las aborteras y curanderos
clandestinos, que las explotan, malogran, y a veces las matan.
Es absolutamente ocioso discutir sobre si el
nasciturus, el embrión
de pocas semanas, debe ser considerado un ser humano -dotado de un alma, según
los creyentes- o sólo un proyecto de vida, porque no hay modo alguno de zanjar
objetivamente la cuestión. Esto no es algo que puede determinar la ciencia; o,
mejor dicho, los científicos sólo pueden pronunciarse en un sentido o en otro
no en nombre de su ciencia, sino de sus creencias y principios, igual que los
legos. Desde luego que es respetabilísima la convicción de quienes sostienen,
guiados por su fe, que el
nasciturus es ya un ser humano imbuido de
derechos, cuya existencia debe ser respetada. Y también lo es que, coherentes
con sus principios, los publiciten y traten de ganar adeptos para su
causa.
Sería un atropello intolerable que, por una medida de fuerza, como ocurrió
en la India de
Indira Ghandi, o como ocurre todavía en China, una madre sea obligada a
abortar. Pero ¿no lo es, igualmente, que sea obligada a tener los hijos que no
quiere o no puede tener, en razón de creencias que no son las suyas, o que,
siéndolo, impelida por las circunstancias, se ve inducida a transgredir? Ésta
es una delicada materia, que tiene que ver con el meollo mismo de la cultura
democrática.
La clave del problema está en los derechos de la mujer, en aceptar si,
entre estos derechos, figura el de decidir si quiere tener un hijo o no, o si
esta decisión debe ser tomada, en vez de ella, por la autoridad política. En
las democracias avanzadas, y en función del desarrollo de los movimientos
feministas, se ha ido abriendo camino, no sin enormes dificultades y luego de
ardorosos debates, la conciencia de que a quien corresponde decidirlo es a
quien vive el problema en la entraña misma de su ser, que es, además, quien
sobrelleva las consecuencias de lo que decida. No se trata de una decisión
ligera, sino difícil y a menudo traumática.
Un inmenso número de mujeres se ven empujadas a abortar por ese cuarto
supuesto, precisamente: unas condiciones de vida en las que traer una nueva
boca al hogar significa condenar al nuevo ser a una existencia indigna, a una
muerte en vida. Como esto es algo que sólo la propia madre puede evaluar con
pleno conocimiento de causa, es coherente que sea ella quien
decida.
Los gobiernos pueden aconsejarla y fijarle ciertos límites -de ahí los
plazos máximos para practicar el aborto, que van desde las 12 hasta las 24
semanas (en Holanda) y la obligación de un periodo de reflexión entre la
decisión y el acto mismo-, pero no sustituirla en la trascendental elección.
Ésta es una política razonable que, tarde o temprano, terminará sin duda por
imponerse en España y en América Latina, a medida que avance la democratización
y la secularización de la sociedad (ambas son inseparables).
Ahora bien, que la despenalización del aborto sea una manera de atenuar un
gravísimo problema, no significa que no puedan ser combatidas con eficacia las
circunstancias que lo engendran. Una manera importantísima de hacerlo es, desde
luego, mediante la educación sexual, en la escuela y en la familia, de manera
que mujer alguna quede embarazada por ignorancia o por no tener a su alcance un
anticonceptivo. Uno de los mayores obstáculos para la educación sexual y las
políticas de control de la natalidad ha sido también la Iglesia Católica,
que, hasta ahora, con algunas escasas voces discordantes en su seno, sólo
acepta la prevención del embarazo mediante el llamado "método
natural", y que, en los países donde tiene gran influencia política
-muchos todavía, en América Latina- combate con energía toda campaña pública
encaminada a popularizar el uso de condones y píldoras
anticonceptivas.
Se impone una última reflexión, a partir de lo anterior, sobre este
delicado tema: las relaciones entre la Iglesia Católica
y la democracia. Aquélla no es una institución democrática, como no lo es, ni
podría serlo, religión alguna (con la excepción del budismo, tal vez, que es
una filosofía más que una religión). Las verdades que ella defiende son
absolutas, pues le vienen de Dios, y la trascendencia y sus valores morales no
pueden ser objeto de transacciones ni de concesiones respecto a valores y
verdades opuestos.
Ahora bien: mientras predique y promueva sus ideas y sus creencias lejos del
poder político, en una sociedad regida por un Estado laico, en competencia con
otras religiones y con un pensamiento a-religioso o anti-religioso, la Iglesia Católica
se aviene perfectamente con el sistema democrático y le presta un gran
servicio, suministrando a muchos ciudadanos esa dimensión espiritual y ese
orden moral que, para un gran número de seres humanos, sólo son concebibles por
mediación de la fe. Y no hay democracia sólida, estable, sin una intensa vida
espiritual en su seno.
Pero si ese difícil equilibrio entre el Estado laico y la Iglesia se altera y ésta
impregna aquél, o, peor todavía, lo captura, la democracia está amenazada, a
corto o mediano plazo, en uno de sus atributos esenciales; el pluralismo, la
coexistencia en la diversidad, el derecho a la diferencia y a la
disidencia.
A estas alturas de la historia, es improbable que vuelvan a erigirse
los patíbulos de la
Inquisición, donde se achicharraron tantos impíos enemigos de
la única verdad tolerada. Pero, sin llegar, claro está, a los extremos
talibanes, es seguro que la mujer retrocedería del lugar que ha conquistado en
las sociedades libres a ese segundo plano, de apéndice, de hija de Eva, en que la Iglesia, institución machista
si las hay, la ha tenido siempre confinada.
Mario Vargas LLosa